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Felipe Veloso
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Columna de Ciencia | Cambiando superficies: No es magia, es física

En la ciencia ficción, sabrán que en muchas historias o películas existen superhéroes o villanos que pueden cambiar o alterar la realidad. Sin embargo, este tipo de situaciones no sólo viven en la ciencia ficción. La realidad científica actual ya nos permite dominar el cambio de propiedades de superficies sin afectar el centro (o núcleo) de los cuerpos que queremos utilizar.
Por ejemplo, un parabrisas de auto que puede repeler las gotas de agua, pero logra mantenerse igual de transparente; la fabricación de un chip de computador; un satélite que soporta los esfuerzos térmicos y mecánicas al pasar por la atmósfera. Todos tienen en común ser fruto de lo que conocemos como la “ciencia del plasma”, con aplicaciones industriales que hoy están en nuestras vidas cotidianas, pero que hace poco más de un siglo habrían sido consideradas ciencia ficción.
Desde el procesamiento de materiales como semiconductores (chips), cerámicas y polímeros, purificación de espacios para atención médica e incluso el pronóstico del clima espacial que puede afectar las telecomunicaciones, se cuentan entre las muchas aplicaciones posibles de esta área del conocimiento. Todo esto se logra utilizando plasmas que proveen partículas cargadas, capaces de cambiar las propiedades físicas de una superficie al ponerse en contacto con ella.
¿Qué es el plasma?
Para entender cómo llegamos a desarrollar la capacidad de usar partículas cargadas a nuestra voluntad, debemos remontarnos a comienzos del Siglo XX, cuando se descubrió que cada átomo está compuesto de partículas de ambos signos. ¿Por qué es importante este hallazgo para nuestra historia? Imaginemos una experiencia tan cotidiana como tocar una mesa, un vaso o cualquier otro objeto, por inocente que parezca, nos muestra un hecho de la física muy importante, pero que poco tenemos en consideración: esos objetos no están cargados eléctricamente (o, mejor dicho, su carga eléctrica es neutra e igual a cero).
Ya conscientes de esto, los científicos de aquella época comenzaron a buscar métodos controlados para separar los núcleos positivos de los átomos, de las pequeñas partículas negativas que los rodean. Hoy conocemos a los núcleos cargados como iones y a las pequeñas partículas negativas como electrones. ¿La clave para lograr la separación entre ellos? Aumentar radicalmente la temperatura de los átomos a valores superiores a los 10.000°C.
Así fue como los investigadores de entonces recurrieron a tubos de vacío y voltajes de cientos o miles de Volts, para poder estudiar lo que pasaba al intervenir el átomo de esta forma: se creaba un nuevo estado de la materia compuesto de partículas cargadas. Fue así como, en 1927, el ingenioso Irving Langmuir pensó que “era una especie de materia que llevaba todo tipo de partículas, como electrones rápidos, iones, moléculas y otras impurezas de forma similar a como lo hace el plasma sanguíneo acarreando glóbulos rojos, blancos, proteínas, hormonas y gérmenes”, bautizando este nuevo estado de la materia con la misma palabra que ya se utilizaba en medicina: “plasma”.
Calor y temperatura
Hasta acá la mitad de la historia. La otra mitad tiene que ver con la conductividad térmica y la temperatura. Desde nuestra primera infancia nos enseñan a tener cuidado con los objetos calientes. Con mucha razón, nuestros padres nos enseñaron que el agua recién hervida o un fierro caliente tiene una temperatura tan alta que nos produciría un daño irreparable y un dolor que recordaríamos de por vida. Así es como las palabras “calor” y “temperatura” empiezan a unirse silenciosamente como sinónimos en nuestro subconsciente, aun cuando no lo son y describen fenómenos totalmente distintos.
Por un lado, la “temperatura” no es más que una descripción macroscópica del movimiento de las partículas que componen el material. Es decir, mientras más rápido es el movimiento aleatorio de las partículas, mayor es la temperatura del cuerpo. Y en esta descripción, no es relevante si hablamos de miles, millones o de miles de millones de partículas. Lo único relevante es cuál es la rapidez promedio con que vibran dichas partículas.
Por el otro, el calor es la transferencia de energía entre los cuerpos. Esta transferencia de energía puede producir cambios en la rapidez con la que se mueven las partículas en cada cuerpo, pero eso dependerá de cuan eficiente sea la conductividad térmica en dicha transferencia. En otras palabras, la capacidad de “quemarnos” al tocar un objeto a alta temperatura dependerá de la conductividad térmica de los cuerpos en contacto.
Un ejemplo sencillo para explicar esto es cuando uno saca una pizza que fue calentada por un largo tiempo en un horno. Al momento de sacar la pizza, todos los componentes de la pizza se encuentran exactamente a la misma temperatura. Pero todos sabemos que si mordemos la parte del queso nos quemaremos la lengua mucho más, en comparación a si mordemos la masa. Aun cuando la masa y el queso están a la misma temperatura, la conductividad térmica entre la masa y nuestra boca es menos eficiente que aquella entre el queso y nuestra boca.
Muchos de los tratamientos de superficies utilizando plasmas aprovechan esta maravillosa diferencia entre temperatura y conductividad térmica. En la vecindad de la superficie del material se genera un plasma de algunas decenas de miles de grados Celsius, pero con una densidad millones de veces menor a la densidad del aire y ciertamente, aun mucho menor que la densidad de un sólido.
Por lo tanto, las partículas cargadas del plasma estarán a alta temperatura, pero tendrán una muy mala conductividad térmica hacia el material que queremos modificar. Esa es la clave que logra que sólo modifiquemos las primeras capas atómicas de la superficie expuesta sin afectar su interior. De la misma forma, si queremos que los iones penetren unas cuantas capas del material, simplemente aplicamos un voltaje negativo al mismo y los iones (de carga positiva) serán atraídos e implantados en su interior. Mediante estas técnicas es como se trabajan las superficies de semiconductores, polímeros, cerámicas y un largo etcétera.
Ciertamente, las bondades del tratamiento industrial con plasmas no se limitan a la ciencia de superficies. Existe un campo de investigación muy activo en optimizar tratamientos industriales de reducción de contaminantes y gases nocivos para la salud en el aire o en líquidos utilizando plasmas. El uso de plasmas en estos procesos permite tener las bondades de la química que sólo ocurre a altas temperaturas, manteniendo la temperatura ambiente de la mayor parte del material, lo que resulta particularmente relevante en muchas aplicaciones.
Por ejemplo, investigaciones aún más recientes utilizan plasmas en contacto o en cercanía con frutas como arándanos o frutillas, las cuales disminuyen la población bacteriana dañina en sus superficies sin afectar su sabor ni sus propiedades alimenticias. Estos ejemplos han mostrado cómo la investigación en ciencia básica abre posibilidades inicialmente impensadas hacia distintas áreas de la industria tecnológica mundial, convirtiendo -como en tantos casos-, la ciencia ficción en realidad.
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Felipe Veloso
Físico experimental y doctor en Física de la Pontifica Universidad Católica. Sus áreas de investigación incluyen física de plasmas, potencia pulsada, óptica aplicada y fusión nuclear, entre otras. Actualmente es profesor asociado del Instituto de Física UC y miembro representante de la UC en el Comité de Sociedad Civil Comisión Chilena de Energía Nuclear (CCHEN). La columna de ciencia es coordinada por el Proyecto Ciencia 2030-UC.
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